Por esas situaciones hacinadas, ese vértigo de vida chocarrera, puesta en labios y sexo de cada piel vertebrada; aquel efecto de luces, olores, y demás nos seduce con la idea de cometer el crímen de olvidar.
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Un dolor parecido a una niña enterrada, de vez en cuando se aparece en esta locura blanca extendida por los poros. Punza, nos hace recurrir a una vieja estratagema: el grito.
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Los ojos se hacen menos. Las manos se van. Desaparece el miedo, y la pregunta se suspende por unos instantes.
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Queda un volver, incierto, oculto en un truco de ajedrez.
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Debido a él, los secretos parecen nuevos otra vez, lustrosos, hacinados.
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Puestos otra vez a amar, despechamos lo demás. Con el pretexto simple que mira desde el escalón del tiempo, sin sentir, sin regresar (aún desde el ahora).
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¡Gelman qué haremos muertos, para poder niñar!.
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