Enlodándose en este tema de lo que es cuestión de vida o muerte, y de lo que no, se me presenta ahora la oportunidad de referir una historia sobre un coquero.
Aparentemente uno desconoce las necedades hasta las que se puede ascender en un rápido parpadeo mientras se descubre que han sido demasiadas las palabras que han quedado atoradas en la garganta esperando coludirse con el sentido para poder comunicar, ensordecidas por esa viscocidad en la garganta media, que por supuesto es un monstruo.
Resulta pues que un buen día encontré caminando a la sombra de la tibia noche, a una mujer que tambien andaba con su paso de hombros de péndulo y estampa de marley.
No se espera impacientemente; primero se encuentra, se admira y luego sin saberlo se quiere más. Luego es que viene terca la impaciencia.
Parapetado en el rincón de mi cadera, esperaba que algo se dijese o fuese directo al grano, pero mi boca hacía circulos con los labios y el aire era desconsideradamente sofocante cuando se tocaba el tema que además era ya bastante poco claro para entonces.
Ella, ascendía desde el montaje mismo de las palabras en la cabeza y formaba bellas complicaciones lingüísticas sensuales que continuaban su viaje hasta la realidad y se reventaban como burbujas en mi naríz, a sabiendas de esa incalculable comunicación con señas, cognados y besos. Ya se sabe la obstinada manera que los hablantes del español tienen de cargarlo todo a cuenta de un portugués al que se supone naturalmente igual por un reflejo de la lengua cuando se la escucha... llegan sorpresas y vueltas de tuerca, entonces es que la gente se entiende mal, o demasiado bien, sólo que no se da cuenta de ello sino hasta pasados los minutos, las horas o los días.
20 años después de los sucedido y aún salgo con prisa de huir de mi, a torturarme los ojos y el pecho con el recuerdo vivo de esa incapacidad voraz de lo que no se enuncia (de lo que no se ensucia).
Una necesidad de los arrecifes y las bugambilias.
Amar es como querer ir a vivir en un cocotero, palmera o coquero. Para morir de lado, junto a la playa.
En un intento, las palabras salen despedidas por esa acostumbrada voz que cada mañana despierta nombrando alguna mundanidad inhumanamente feliz, o tratando de recobrar los sueños.
Uno no habla impunemente de lo que quiere decir y no se atreve, es por eso que la cuestión reviste un esquema de incongruencia. Comenzar a hacerlo requiere exorcizar algunos demonios de los que uno espera toda la vida que no desaparezcan. Y acercándose un poco más, quizá no sea más que la tosquedad con que uno aprende a hablar con uno mismo lo que nos impide hablar con los demás.
Ella regresa cada vez desde esa honda oquedad que es la memoria y me dibuja círculos en la cara.
E uma brincadera brothr¡